¡Ah! Miren a esa señora blanca. Ya se
acerca. Bienvenida, amiga. No quiero reclamarte, pero permíteme quejarme por
última vez. Llegas tarde.
Qué
incomodidad, siento que me aplasta una montaña. Es como si un remolino me
levantara, me dejara caer y me despanzurrara contra el piso. La muerte duele.
Aquí hay gente que no veía desde hace
mucho. Mis padres, mis tíos, mis amigos. Ya voy. Esperen un poco, ya voy. Antes
debo dejar atrás las horribles visiones. Allá está la mujer que atropellé aquel
día de perros en que no debí levantarme de la cama. Recuerdo que la noche
anterior había dormido a ratos, entre pesadilla y pesadilla. Algo me decía que
no debía salir, pero no hice caso a la vocecita de alerta y tomé prestada la
camioneta de papá. El hecho es que solo tenía 20 años. Ya sé que la
iexperiencia no es excusa, pero juro que nunca hubo mala intención de mi parte.
Jamás –ni aunque mi cuerpo esté tres metros bajo tierra- podré olvidar el
accidente, el frenazo, el golpe de la parrilla frontal del carro contra el
cuerpo y el chasquido de la carne al golpear contra la calzada.
Tengo
sueño, tengo sed. El frío no me permite relajarme. Ya voy, señora.
Veo
a la mujer tendida en la vía. Llega la ambulancia. Los fiscales de tránsito no
hacen caso de mi angustia, de mis lágrimas. Voy detenida. Llaman a mi padre y
me dejan bajo su custodia. Él accede a llevarme a la clínica donde está
hospitalizada la mujer. Quiero saber cómo evoluciona.
Ahora
tengo calor. Siento que me consume una gran hoguera, un gran holocausto de
fuego. Necesito aire, no puedo respirar.
Me ofrezco a donar sangre y los médicos
aceptan. Creen que así bajarán mis niveles de ansiedad. ¡Qué error, pero quién
iba a saberlo! Meses después, la mujer parece haber mejorado. Salió de la
clínica y va rumbo a su casa. Desde esta altura la puedo ver. Reanudó sus
ocupaciones y parece llevar una existencia normal. Sin embargo, parece que
comienza a sentirse enferma. Acude a los médicos y ¡sorpresa! El virus del sida
ataca su organismo. Una investigación demuestra que sus males se originaron en
la sangre que le transfundieron. Ella sufre, se desespera, se rebela. Al poco
tiempo fallece y yo sigo viva, en mi infierno, en el horrible mundo de los
remordimientos. El fantasma de la culpa es mi compañero por los años que me
quedan en el mundo material, vive dentro de mí, se alimenta de mi sangre y me
amarga la existencia. Pero todo tiene su fin y hasta el purgatorio se acaba.
Siento que cumplí mi penitencia.
Ahora
estoy libre. La luz dorada y resplandeciente se acerca. Me fundo con ella. No
siento frío ni calor, hambre ni sed. Una gran paz se apodera de mí. Vamos,
señora, ahora podré descansar.
Por Cecilia Torres
luisacecilia@gmail.com
Eras asintomatica... Lo siento.
ResponderBorrarJajajaja
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