Ayer fue el sepelio de la mujer que me
atropelló hace una década. Pobre… se veía tan frágil, tan pálida sobre esa
odiosa tela blanca con la que forran las urnas y cuyo brillo roba la poca
luminosidad que queda en la piel de los muertos. Recuerdo aquella mañana de
abril, cuando cruzó la esquina y descubrió que yo estaba en su camino. Aplicó con
toda su fuerza los frenos del potente vehículo, pero fue demasiado tarde. La
parrilla frontal golpeó mi cabeza, produciendo un sonido como el de los cocos
cuando chocan entre sí. La tela de mi blusa quedó enganchada en uno de los
faros y la tensión amortiguó mi caída, sin embargo, no impidió que se escuchara
el chasquido de la carne al aplastarse contra la calzada.
A la conmoción de los primeros momentos
siguió la acción desenfrenada. Los transeúntes se multiplicaron para llamar a
los servicios de emergencia. Minutos después llegó la ambulancia y los
paramédicos hacían lo que debían mientras me trasladaban a la clínica más
cercana. Allá quedó la inexperta conductora, rodeada de fiscales de tránsito,
en medio de un ataque de nervios, intentando comunicarse con su familia.
Al principio la adrenalina me impidió
sentir dolor y en medio del aturdimiento me preguntaba si alguien había
recogido mis pertenencias. El médico, que en ese momento introducía una aguja
en una arteria de mi brazo izquierdo, pareció leer mis pensamientos, pues,
señalando hacia mi arrastrada cartera me llamó por mi nombre y me recomendó que
cerrara los ojos y no me preocupara. ¡Ja! Como si no hubiera motivos.
Una vez en la clínica todo se desarrolló
con rapidez: ingreso a emergencia, dolor en las costillas, preguntas
imprescindibles, vómitos, preguntas estúpidas, sangrado por la nariz, dolor,
sangrado por mi cuero cabelludo, por mis oídos, fractura de cráneo, dolor,
fractura de cadera, escoriaciones. La adrenalina dejó de hacer efecto y
empezaron a aparecer hematomas, más dolor, más sangre. ¡Rápido, llamada a mi
familia! ¡Rápido, a cirugía! Inyecciones por aquí, mascarilla por acá y el desvanecimiento
que llega para calmar mi ansiedad y mis dolores.
Después, la recuperación lenta y dolorosa
en la que llegué a odiar la vida y deseé haber muerto en el accidente.
Los años han pasado, pero puedo revivir el
accidente como si hubiera ocurrido ayer. No obstante, es como si una bruma se
interpusiera entre mi memoria y cada segundo, cada objeto, cada acción. Esa
nube no borra lo que quisiera olvidar, solo lo desdibuja con lo que adquiere
otra dimensión en el tiempo.
Ahora, al rememorar en perspectiva el
proceso, creo que fue inútil el gesto de la conductora. Si yo no hubiera
perdido tanta sangre, si ella no se hubiese empeñado en donar, si no hubiésemos
sido compatibles, si hace una década los controles sanguíneos hubiesen sido más
eficaces, si…si…si…hoy yo no estaría muriendo de sida.
Por Cecilia Torres
luisacecilia@gmail.com
Foto: Cortesía web
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