viernes, 7 de enero de 2022

Amor de posguerra

 




 

 

 

 

–¿Trajo a los testigos? –preguntó, con tono despersonalizado, el secretario del Juzgado Tercero de Familia.
–Están presentes, señor secretario –ripostó, mientras adelantaba un paso, el escribiente.
–Pues, bien, por la autoridad que me otorgan las leyes…
La anciana se movió lentamente sobre la silla de brazos curtidos. La madera crujió. Apretó el asa de la cartera con fuerza. Levantó los ojos, secos ya de tanto llanto pasado, y fijó una indescifrable mirada sobre el funcionario. La vacilación duró solo un instante. Introdujo la mano derecha en el bolso y sacó un paquete en cuyo interior bailaban trozos de
salchichón. Nadie se extrañó cuando se llevó el primer pedazo a la boca.

 

Mientras el secretario recitaba la perorata legal sin significado aparente y contra cuyos efectos soporíferos seguramente estaban vacunados los empleados, Giovannina Malpenza, genovesa, 72 años recién cumplidos y de este domicilio, recordó –masticando– el inicio de medio siglo de inutilidad. Era 1949, un 28 de abril, exactamente el día que se conmemoraba el cuarto aniversario de la muerte de Mussolini.
 

Giovannina, bonita, de bien formado cuerpo y atractivas piernas, disfrutaba con el corazón abierto de la alegría que significaba el fin de la guerra. Vivía
en casa de una familia que la acogió tras la muerte de sus padres en un ataque alemán. Nunca había tenido novio, aunque no le faltaban pretendientes, y cuando lo afirmaba agitaba la cabellera castaña.
 

Harry Findler, por su parte, era un marinero estadounidense al que le tocó estar en esos días presente en Europa para la firma del pacto de alianza
defensiva de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Joven, apuesto, llevaba el uniforme con la prestancia que le daba sentirse admirado por las jovencitas italianas del puerto ligur, inocentes y
agradecidas per saecula seculorum.
 

En ese ambiente optimista ante un futuro promisorio, Giovannina y Harry se vieron por primera vez en la vía del Palazzo Rosso, se sonrieron, se acercaron, se hablaron, se dieron cuenta que sus feromonas armonizaban a la perfección y esa misma noche hicieron el amor. Todo en ese orden.
 

La temporada primaveral pasó para los amantes con la velocidad de los novedosos cohetes-proyectiles –con los cuales los alemanes hubieran destruido a media humanidad, si no los hubieran perfeccionado demasiado tarde–, pero Giovannina y Harry ya disfrutaban de las bondades de la paz.
Se acercaba el verano y el marinero tenía que regresar a Norfolk, Virginia, por lo que decidieron casarse. En aquella época los trámites no eran tan rigurosos. Un rápido “Sí, lo quiero”, y allá quedó Giovannina con todas las promesas del mundo encerradas en un corazón adolorido por la partida del amado.
 

La ciudad se recuperaba de sus heridas. Ante los ojos de Giovannina se desarrollaba una desenfrenada carrera por recuperar el tiempo perdido, pero ella no oía los taladros ni el martilleo constante, no veía las nubes de polvo que se levantaban tras las explosiones que terminaban de tumbar lo que la conflagración dejó a medias. No. Las palabras de Harry le impedían escuchar cualquier ruido exterior, pues resonaban en su memoria como dulces notas de violín. Su olor también quedó impregnado en la almohada, hasta que se desvaneció con el tiempo y se volvió un recuerdo. Aún guardael sabor de sus besos. Eso no se lo pudo quitar nunca de los labios. ¿Su rostro? ¿Quién sabe cuánto habría cambiado…?
 

Los años pasaron y Harry no llamó, no escribió. Sencillamente, desapareció. Giovannina vivió para aquel amor con la fidelidad de un hipocampo. De la inmovilidad de la espera los primeros meses pasó a la
búsqueda angustiosa. La grasa se fue instalando debajo de su piel hasta que la epidermis adquirió brillo propio y el volumen del cuerpo triplicó los kilogramos que pesaba en 1949. El trabajo en trattorias facilitó la
transformación. Cada resultado negativo de las muchísimas diligencias, cada trámite inútil ante el consulado estadounidense, era gratificado
directamente al sistema digestivo.
Noventa kilos, muchos litros de lágrimas sorbidas en la soledad de su habitación y cincuenta años después, Giovannina decidió que la eterna espera había concluido. Comprendió que el delgado hilo que unió aquel gran amor se había roto de un solo tirón al final de la primavera de 1949.
"…por la autoridad que me confieren las leyes y cumplidos los trámites de
rigor, la declaro desamparada y sin familia, por lo que el Estado italiano le otorga la pensión de vejez que le corresponde”.


Cecilia Torres

luisacecilia@gmail.com
Foto: Cortesía web

 

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