La descubrí aquella soleada mañana, durante la
charla sobre el trabajo multidimensional de un personaje. Al principio solo me
molestaba un poco. Aún no había identificado su origen, es decir, era algo que
parecía estar ahí, aunque no podía asegurar que estuviera. A medida que
avanzaba la exposición empecé a ser consciente de su presencia y dejó de
molestarme. No se quedaba quieta. Por momentos se ubicaba sobre la cabeza del
expositor, después de detenía sobre algunos de los oyentes, y de pronto
comenzaba a pasearse muy lentamente por cada rincón de la sala.
Quise creer que se trataba de mi imaginación, que
mis vencidos lentes me jugaban una mala pasada, que ahora sí me estaba
volviendo loca, que tendría que dejar de comer caramelos colombianos (lo único
que había ingerido esa mañana). Llegué a sospechar que esas golosinas, en lugar
de café, contenían coca o algún alucinógeno. Pero, no. No eran ideas mías. En
realidad se trataba de una sombra alargada y oscura que flotaba en la
habitación.
Siempre había pensado que el día que me topara con
algo así –espíritu, espectro, egregor o como se llame- sería en un sitio
oscuro, a media luz, o por lo menos alejado de la claridad solar. Sin embargo,
allí estaba, observando una misteriosa sombra, rodeada de gente, en plena
mañana, en el ambiente funcional de un edificio moderno rodeado de pájaros que
trinan, perros que ladran, flores de vivos colores, frutos de aromas delicados
y aviones que rompen con toda esa armonía cuando despegan del cercano
aeropuerto. Lo peor era que nadie más parecía darse cuenta.
¿Qué pasaba allí? ¿De dónde venía? ¿Por qué solo yo
la veía? Nadie más parecía notar su presencia. Mis rodillas temblaban mientras
las preguntas se atropellaban en mi mente, pero no encontraba explicación que
pareciera racional hasta que, de pronto, la sombra empezó a tomar formas cada
vez más definidas.
Cuando se habló del físico de los personajes, la
sombra giraba como un torbellino y adquiría las formas de cada uno de los
presentes. Aunque como buena sombra era de un gris acerado muy oscuro, los
tonos variaban de acuerdo con la persona sobre la que se posara. Cuando se tocó
el tema psicológico, la “cosa” se movía con lentitud y, en vez de girar,
formaba ondas grandes o pequeñas.
Al hablar del aspecto social se posó frente al
pizarrón para dividirse en líneas, cuadrados, círculos, óvalos, rombos y cuanta
figura geométrica se le ocurrió. Con mucha gracia, al referirse el expositor al
ámbito animal se transformó en cada uno de los nombrados. La más hermosa fue
una estilizada mariposa. Al final se convirtió en estatua de Apolo y permaneció
inmóvil en el rincón de la ventana.
La clase terminó. Antes de salir del aula le eché
una última mirada y casi podría asegurar que me sacó la lengua.
Me sigo preguntando si alguien más notó su presencia, pero no creo que la vea otra vez, al menos no en esta escuela. No obstante, estoy convencida de que así como para muchos la charla puso fin al “misterio creativo de la actuación”, el actor que todos llevamos dentro decidió manifestarse aquella mañana de verano.
Cecilia Torres
luisacecilia@gmail.com
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