jueves, 20 de enero de 2022

No siento frío ni calor



¡Ah! Miren a esa señora blanca. Ya se acerca. Bienvenida, amiga. No quiero reclamarte, pero permíteme quejarme por última vez. Llegas tarde.

Qué incomodidad, siento que me aplasta una montaña. Es como si un remolino me levantara, me dejara caer y me despanzurrara contra el piso. La muerte duele.

Aquí hay gente que no veía desde hace mucho. Mis padres, mis tíos, mis amigos. Ya voy. Esperen un poco, ya voy. Antes debo dejar atrás las horribles visiones. Allá está la mujer que atropellé aquel día de perros en que no debí levantarme de la cama. Recuerdo que la noche anterior había dormido a ratos, entre pesadilla y pesadilla. Algo me decía que no debía salir, pero no hice caso a la vocecita de alerta y tomé prestada la camioneta de papá. El hecho es que solo tenía 20 años. Ya sé que la iexperiencia no es excusa, pero juro que nunca hubo mala intención de mi parte. Jamás –ni aunque mi cuerpo esté tres metros bajo tierra- podré olvidar el accidente, el frenazo, el golpe de la parrilla frontal del carro contra el cuerpo y el chasquido de la carne al golpear contra la calzada.

Tengo sueño, tengo sed. El frío no me permite relajarme. Ya voy, señora.

 Veo a la mujer tendida en la vía. Llega la ambulancia. Los fiscales de tránsito no hacen caso de mi angustia, de mis lágrimas. Voy detenida. Llaman a mi padre y me dejan bajo su custodia. Él accede a llevarme a la clínica donde está hospitalizada la mujer. Quiero saber cómo evoluciona.

Ahora tengo calor. Siento que me consume una gran hoguera, un gran holocausto de fuego. Necesito aire, no puedo respirar.

Me ofrezco a donar sangre y los médicos aceptan. Creen que así bajarán mis niveles de ansiedad. ¡Qué error, pero quién iba a saberlo! Meses después, la mujer parece haber mejorado. Salió de la clínica y va rumbo a su casa. Desde esta altura la puedo ver. Reanudó sus ocupaciones y parece llevar una existencia normal. Sin embargo, parece que comienza a sentirse enferma. Acude a los médicos y ¡sorpresa! El virus del sida ataca su organismo. Una investigación demuestra que sus males se originaron en la sangre que le transfundieron. Ella sufre, se desespera, se rebela. Al poco tiempo fallece y yo sigo viva, en mi infierno, en el horrible mundo de los remordimientos. El fantasma de la culpa es mi compañero por los años que me quedan en el mundo material, vive dentro de mí, se alimenta de mi sangre y me amarga la existencia. Pero todo tiene su fin y hasta el purgatorio se acaba. Siento que cumplí mi penitencia.

Ahora estoy libre. La luz dorada y resplandeciente se acerca. Me fundo con ella. No siento frío ni calor, hambre ni sed. Una gran paz se apodera de mí. Vamos, señora, ahora podré descansar.


Por Cecilia Torres 

 luisacecilia@gmail.com

Foto: Cortesía web

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