miércoles, 29 de diciembre de 2021

Chubasco caraqueño




Un chubasco, de esos que solo puede caer en época de sequía, había inundado  el túnel de la avenida Bolívar. 

Ese día comprobé cuán frágil es el ser humano y más si es dueño de un artefacto rodante. Además, entendí la debilidad de la red de comunicaciones, el desordenado crecimiento de mi ciudad y algunas historias de horror que había oído con escepticismo.

A las 7:30 am me dirigía a clases en el complejo de Parque Central cuando quedé atrapada, junto con decenas de conductores, en una congestión de tránsito que duró cinco horas. Al salir de casa llovía con fuerza, pero para cuando llegué a la plaza O’Leary lo que caía parecía un diluvio.

La calle asemejaba un gran estacionamiento y los vehículos se movían a un promedio de 5 centímetros por minuto. Las luces de freno del carro que me precedía se encendían y apagaban tantas veces, que llegué a sentirme hipnotizada. Si las lucecitas rojas se apagaban, quitaba el pie del freno y permitía que ni vehículo se deslizara hacia adelante. Si las lucecitas se encendían, frenaba. Mis movimientos estaban dictados por la inercia. Mi cerebro no intervenía para nada. Los limpiaparabrisas, con su ir y venir, contribuían a mi estado casi catatónico.

Por fin, la fila rodó un poco más de tres metros y mi Festiva y yo quedamos dentro del túnel, mejor dicho, en la entrada de la caverna de la era cuaternaria en que se ha convertido una de las obras emblemáticas de la década de los cincuenta.

La oscuridad permitía que la autohipnosis siguiera deslizándose suavemente por las regiones más insospechadas de mi hipotálamo, pues las lucecitas estuvieron encendiéndose y apagándose un rato más, hasta que los conductores, resignados, apagaron los motores.

Subí el volumen de la radio, que en ese momento me deleitaba con una pieza de Vivaldi. Por un instante olvidé que estaba en el estrangulado tránsito y volteé hacia arriba, en un intento de soñar como se debe, con la mirada perdida en el cielo. ¡Susto! La vuelta a la realidad siempre es dura. Sobre mi endeble carrito se balanceaban trozos de concreto armado que colgaban del techo de la caverna sostenidos por delgadas, retorcidas y oxidadas cabillas.

Rogando a todos los cielos por un poco de protección –acababa de recordar que el seguro del carro se había vencido una semana atrás-, me atreví a hacer sonar tímidamente la bocina, para que el conductor de la camioneta que me precedía rodara un poco y yo no quedara más tiempo bajo semejante amenaza. ¡Mala idea! Como si hubieran estado esperando una señal, comenzaron a sonar todas las bocinas. La locura se apoderó del túnel. Tonos agudos, graves, en sordina, con notas altas y bajas, como saxofón, sirenas, hasta una anciana en un viejo Ford presionaba con entusiasmo su claxon, que casi sonaba como el de un barco.

Súbitamente se hizo el silencio y solo quedó el ronroneo de los motores. La excepción era Fiat uno, en cuyo interior el nervioso jovencito que lo conducía se distraía pisando el acelerador al ritmo de la música que sonaba en su discman.

Dos horas y media después de salir de casa, mi carrito y yo estábamos en la mitad de la caverna. El nivel de las aguas empozadas casi cubría los neumáticos. Habíamos apagado los motores, que encendíamos esporádicamente cuando la fila se movía algunos centímetros.

Dejamos de mirarnos a través de los espejos retrovisores y, poco a poco, iniciamos los contactos verbales. Los temas no eran nada originales. Corsa preguntaba cuándo saldríamos de esta. Honda Civic ya había perdido la cita médica. Crysler Neón le echaba la culpa al gobierno. Estaban a punto de cumplirse las tres horas y yo observaba con disimulo el flirteo de Renault 21 con Statio Wagoneer, cuando me sentí violentamente transportada al set de Expedientes Secretos X.

De una especie de cañón oscuro y en medio de un chapoteo infinito surgió una criatura que parecía salida de la mente de Chris Carter. Medía cerca de metro y medio de alto, delgado como una espiga, cabeza hundida sobre los hombros como si no tuviera cervicales, cabello ensortijado, encorvado, andar lánguido y mirada huidiza y lastimera en rostro de adolescente envejecido. Vestía pantalón demasiado corto, franela demasiado pequeña, zapatos demasiado viejos y chaqueta demasiado ancha. Todo estaba demasiado sucio.

Chapoteó con lentitud hacia una de las bocas del túnel y pareció vacilar. Se acercó a un vehículo en el que conversaban un par de señoras y, ante el asombro de quienes estábamos cerca, sacó de un bolsillo algo filoso, las amenazó sin emitir palabra, estiró un brazo y haló la cadena de oro que colgaba del cuello de una de ellas. Sin dar tiempo a reaccionar, pasó por sobre el carro detenido al lado y se perdió en su chapoteo eterno.

Se acabó la armonía. Todos subimos los cristales de las ventanillas y otra vez a encerrarse en el pequeño hábitat.

Así permanecimos hasta que, centímetro a centímetro, fuimos ganándole vida al túnel. Nos acercábamos a la salida. Ya se veían las torres de Parque Central y el temporal había amainado.

Algunos se notaban desanimados, otros tenían la desesperación en el rostro y los más permanecíamos atentos a cualquier señal que indicara que había que poner el pie en el acelerador para alejarnos definitivamente de la boca del lobo.


Cecilia Torres

luisacecilia@gmail.com

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